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Los barcos llevan a bordo en la distancia los sueños de los hombres. Para unos arriban a puerto
enseguida arrastrados por la marea. Para otros,
navegan por siempre en el horizonte, sin perderse de vista, sin tocar tierra jamás, hasta que quien
los contempla aparta al fin los ojos con resignación, burlados sus sueños por la muerte y el tiempo. Tal es la vida de los hombres.
Las mujeres, en cambio, olvidan todo
aquello que no desean recordar y recuerdan
todo lo que no desean olvidar. El sueño es
la verdad. Así, ellas viven y actúan en consecuencia.
Bueno, todo esto comenzó con una mujer, una
mujer que volvió tras enterrar a unos muertos. Muertos no por debilidad o enfermedad, con amigos a la
cabecera y a los pies de la cama. Volvía de enterrar
a unos muertos empapados e hinchados, muertos
por sorpresa, cuyos ojos, desmesuradamente abiertos, tenían una expresión atónita.
Todo el mundo la vio volver porque era
la hora del crepúsculo. El sol ya se había
puesto, pero sus huellas permanecían en el
cielo. Era la hora en que todos se sentaban
en los porches, junto a la carretera. Era la
hora de escuchar y hacer comentarios. Los
allí sentados no habían sido más que útiles
de trabajo, faltos de lengua, de ojos y de oídos durante todo el día. Mulas y otras bestias habían ocupado sus pieles. Pero ahora,
ausentes el sol y el capataz, sus pieles se
sentían fuertes y humanas. Se convertían en
señores de los sonidos y de las cosas pequeñas. Opinaban por sus bocas. Estaban sentados enjuiciando.
Ver a la mujer tal cual era, les hacía recordar la
envidia que almacenaban desde mucho tiempo atrás.
De modo que se pusieron a rumiar las zonas oscuras de sus memorias y a [17] tragárselas y a saborearlas. Hicieron preguntas que eran afirmaciones
brutales, soltaron carcajadas como instrumentos cortantes. Era crueldad hecha una masa informe. Animosidad dotada de vida. Palabras que deambulaban
sin dueño; deambulaban conjuntándose como los
acordes de una canción.
«Pero ¿a qué juega volviendo aquí con eso
pantalone de faena? ¿Es que no tenía ningún
vestío que ponerse?» «¿Dónde está aquel vestío
de raso azul con el que andaba de un lao pa otro
por aquí?» «¿Y tó aquel dinero que pilló su marío,
que luego se murió y se lo dejó a ella?» «¿Qué
hace una mujer de cuarenta año llevando la melena suelta como si fuera una chiquilla?» «¿Dónde ha dejao a aquel jovencito con el que se largó
de aquí?» «¿Se creía que iba a casarse con ella?»
«Y él, ¿dónde la ha dejao a ella?» «¿Qué ha hecho con tó el dinero que tenía ella?» «Apuesto a
que se ha escapao con otra má joven, tan joven
que no tenía ni pelos.» «¿Por qué no se queda
ella con lo de su clase? »
Cuando llegó donde estaban, la mujer
volvió la cara hacia el grupo entregado a la
murmuración y habló. Ellos casi gritaron un
ruidoso « ¡Buena noche! » y permanecieron
con las bocas abiertas y los oídos llenos de
ilusión. Aunque el tono de la mujer había
sido bastante cordial, siguió caminando hacia su casa. Tanto la miraban que a nadie se
le ocurrió decir nada.
Los hombres se fijaron en sus nalgas, tan
firmes como si llevara dos pomelos en los bolsillos de atrás del pantalón; en la gran masa de
cabellos negros que ondeaban hasta su cintura
y flotaban al viento como una pluma; luego en
los pechos, tan turgentes que parecían querer
perforar la camisa. Ellos, los hombres, suplían
con la imaginación lo que los ojos no alcanzaban a ver. Las mujeres se fijaron en la ajada
camisa y en el sucio mono de trabajo y tomaron
nota para recordarlo. Era un arma contra su fortaleza y, si al final carecía de significado, todavía quedaba la esperanza de que ella llegara a
caer algún día a su nivel. [18]
Pero nadie se movió, nadie habló, nadie tragó siquiera un poco de saliva hasta que ella hubo
cerrado tras de sí la puerta.
Como no se le ocurrió nada mejor que
hacer, Pearl Stone abrió la boca y soltó
una fuerte carcajada. Mientras reía se
dejó caer sobre la señora Sumpkins. La
señora Sumpkins lanzó un bufido y
chascó los dientes.
—¡Uf! No entiendo por qué le prestái tanta
atención. Fijáo en mí. A mí ella no me interesa
pa ná. Si no tiene modale ni pa pararse un momento a contarle a su gente cómo le ha ido por
ahí, con su pan se lo coma.
—No se merece ni que se hable de ella —dijo
Lulu Moss arrastrando las palabras con voz
gangosa—. Ella se sienta mu tiesa, pero ha caío mu
bajo. Eso es tó lo que yo tengo que decí sobre los
vejestorios que van detrá de los chicos jóvenes.
Antes de hablar, Pheoby Watson inclinó hacia delante la mecedora en que estaba sentada.
—Bueno, nadie sabe si hay algo que contar
o no. Yo, que soy su mejor amiga, ni siquiera
yo lo sé.
—Puede que nosotros no la conozcamos como tú, pero todo sabemos cómo se
fue de aquí y todo hemos visto cómo ha
vuelto. Pheoby, no sirve de ná que intentes proteger a una vieja como Janie Starks,
amiga o no amiga.
—Si vamos a eso, ella no es tan mayor como
muchas de las que estái aquí largando.
—Por lo que yo sé, hace mucho que pasó de
los cuarenta, Pheoby.
—Pues no aparenta má de cuarenta.
—Es demasiao vieja pa un muchacho como
Tea Cake.
—Tea Cake hace ya mucho tiempo que dejó de
ser un muchacho. Ése ya no cumple los treinta.
—Da lo mismo. Podía haberse parado a
decirnos cuatro palabras, ¿no? Se comporta como si nosotro le hubiéramos hecho
algo malo —se quejó Pearl Stone—. Y es
ella la que se ha portao mal.
—Lo que te pasa es que estás enojada
porque no se ha parco a contarnos toas sus
cosas. Y ademá, no sé yo qué es eso
tan malo que según vosotras ha hecho. Lo
má malo que le he visto hacer en toa su vida
es quitarse unos cuantos año de encima, y
con eso no hacía mal a nadie. Estoy harta
de oíros. Por cómo hablái, parece que lo
único que hace en la cama la gente de esta
ciudad es alabar al Señó. Y ahora tenéi que
disculparme, pero me voy a llevarle algo de
cena —dijo Pheoby, poniéndose en pie con
brusquedad.
—Note preocupes por nosotro —sonrió
Lulu—. Ve p’allá, que nosotra nos ocupamos
de tu casa hasta que vuelvas. Mi cena ya está
hecha. Es mejó que tú vayas a ver cómo se siente. Y luego vuelves y nos lo cuentas tó.
—Sí, por Dió —convino Pearl—. Ya se
me habrán chamuscao el pan y la carne con
tanto hablar. Yo puedo estar fuera de casa
el tiempo que quiera. Mi marío no es quisquilloso.
—Eh, Pheoby, si estás lista pa ir
p’allá, yo puedo acompañarte —se ofreció la señora Sumpkins—. Se está poniendo mu oscuro. No sea que te encuentres
un fantasma.
—No, muchas gracias. Son cuatro pasos, nadie va a hacerme ná. Y de todos
modos, como dice mi marío, ningún fantasma que se precie se metería conmigo. Si ella tiene algo que decirte, ya te
lo dirá, ¿no?
Pheoby salió a toda prisa llevando en las
manos una fuente tapada. Abandonó el porche sintiendo a sus espaldas un bombardeo
de preguntas mudas. Ellas esperaban que las
respuestas fueran raras y crueles. Cuando
hubo llegado, Pheoby Watson no entró por la
puerta principal de la valla ni avanzó por el
camino de palmeras que conducía a la puerta
delantera. Anduvo hasta volver la esquina de
la valla con su fuente colmada de arroz moreno y entró por la puerta lateral. Janie debía
de andar por aquella parte.
La encontró sentada en los escalones del
porche de atrás, con todos los quinqués llenos
y los tubos limpios.
—Hola, Janie, ¿cómo te va?
—Bastante bien. Estaba intentando quitarme el cansancio y la suciedad de los pié.
Se rió un poco. [20]
— Ya v e o . M u c h a c h a , t i e n e s u n
aspecto estupendo. Pareces tu
hija. —Rieron las dos—. Incluso
con esos pantalone... se ve clarito
que ere una mujer.
—¡Venga! ¡Venga!... Debes de suponer
que te he traído algo. Pero lo único que me
he traído pa casa es a mí misma.
—Eso es má que suficiente. Una amiga de verdá no necesita ná má.
—Venga, Pheoby, déjate ya de
cumplidos, porque ya sé que lo haces
de corazón —Janie tendió la mano—.
¡Dió bendito, Pheoby!, ¿me vas a dar
de una vé esa poca comida que me has
traído? Lo único que hoy me he lle....
http://www.novelas.rodriguezalvarez.com/pdfs/Hurston,%20Zora%20N.%20%27%27Their%20Eyes%20were%20watching%20God%27%27-Fr-En-Sp.pdf
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El Diablo y yo
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